Santi el Mantis
Capítulo 1. El mantis
Yo no puedo ni olvidar ni recordar porque para mí siempre es la primera. Ninguna de mis mutaciones es igual a la anterior. Todas son la primera vez. Bien es cierto que aquella Fanta de naranja marcó un antes y un después en mi vida, que pasó de la frustración de sentirme un incomprendido a transformarme en un individuo destinado a vivir experiencias que van más allá de lo comprensible.
A pocas personas en su sano juicio se les ocurriría abrir y beberse una lata de refresco encontrada en una máquina de vending rescatada de una de las salas de personal de la central de Fukushima y mucho menos masturbarse mientras contemplas el poster semi destruido de Ayumi Hamasaki, pero yo lo hice.
Capítulo 3. Súbete a mi moto (parte I)
Pavor, real y auténtico miedo a morir de la manera más absurda. Ese fue el sentimiento que se apoderó de mí. Pero era del todo imposible explicárselo a nadie, y menos a la que se hubiera convertido en mi insecticida alevósica.
Pese a todo, la experiencia me sirvió para ir identificando los pasos que llevan a mis mutaciones espontáneas. Salía de la biblioteca con una docena de libros dispuesto a regresar a la habitación donde pasaba mis largas horas de estudio cuando coincidí con Elrieke, una preciosa investigadora holandesa con la que compartía horas de laboratorio. Como una diosa heredera de la cultura germánica, esta rubia de enormes proporciones en todos los aspectos de su anatomía se desplazaba de un lado a otro de la ciudad subida a horcajadas en su motocicleta de gran cilindrada.
Capítulo 2. El fornicidio
Trazado el plan, nos dirigimos hacia la colmena. Era muy extraño no ver prácticamente a ninguna abeja revoloteando por las inmediaciones del panal. Fornicia ejecutaba a toda aquella abeja obrera que tenía visos de convertirse en futura reina.
Se aprovechaba de su desarrollado aparato bucal para que sus lenguas también participaran en la orgía, obligándolas a lamer su sexo para obtener un néctar que poco las iba a alimentar. Las restantes trabajaban en el interior con el único propósito de dar sustento a los zánganos fecundadores más activos. En cuanto flaqueaban y no cumplían con los requisitos fornicadores que ella demandaba, se les expulsaba y morían de hambre. La calidad de los huevos era paupérrima, y Fornicia se los comía para mermar las posibilidades de que naciera una obrera capaz de hacerle sombra. La colmena se dirigía a su irremediable fin.
Capítulo 4. Súbete a mi moto (parte II)
En mi vuelo de huida a la desesperada calculé mal velocidad y distancia, y fui a darme de bruces contra el macetero del ficus benjamín de plástico que franqueaba la puerta del edificio de la gasolinera. Aturdido y desorientado, permanecí sobre la tierra del tiesto, oculto tras las hojas.
Mientras me iba recuperando veía como Elrieke miraba a un lado y a otro buscándome a mí y una explicación de por qué toda mi ropa estaba esparcida por el suelo junto a la moto. Comprobé con horror que la recogía y se marchaba. Mi razón me decía que debía volar hasta casa porque en cualquier momento recobraría mi forma humana, y cuando eso sucediera, estaría completamente en pelotas.
Capítulo 5. A casa por Navidad
En mi vuelo de huida a la desesperada calculé mal velocidad y distancia, y fui a darme de bruces contra el macetero del ficus benjamín de plástico que franqueaba la puerta del edificio de la gasolinera. Aturdido y desorientado, permanecí sobre la tierra del tiesto, oculto tras las hojas.
Mientras me iba recuperando veía como Elrieke miraba a un lado y a otro buscándome a mí y una explicación de por qué toda mi ropa estaba esparcida por el suelo junto a la moto. Comprobé con horror que la recogía y se marchaba. Mi razón me decía que debía volar hasta casa porque en cualquier momento recobraría mi forma humana, y cuando eso sucediera, estaría completamente en pelotas.
Capítulo 6. Conociendo a los míos
Mucho me estaba costando conocer los pormenores de mi situación y mis comportamientos, y en muchos casos, el aprender a base de experiencias reales, me estaba suponiendo pasar por momentos tremendamente dolorosos y peligrosos para mi integridad. Una vez identifiqué como causa más que probable que la excitación sexual produjese el inicio de cada mutación, decidí andarme con mucho tiento con eso de ponerme verraco.
Me pajeaba a solas, con la habitación cerrada y fortificada, evitando espejos o superficies que me devolvieran el reflejo de lo que en ese momento era, en lo que me convertía cada vez que se me alegraba el cimbel. Bien es cierto que las pulsiones eran increíbles.