Súbete a mi moto (parte I)
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CAPÍTULO 3
Pavor, real y auténtico miedo a morir de la manera más absurda. Ese fue el sentimiento que se apoderó de mí. Pero era del todo imposible explicárselo a nadie, y menos a la que se hubiera convertido en mi insecticida alevósica.
Pese a todo, la experiencia me sirvió para ir identificando los pasos que llevan a mis mutaciones espontáneas. Salía de la biblioteca con una docena de libros dispuesto a regresar a la habitación donde pasaba mis largas horas de estudio cuando coincidí con Elrieke, una preciosa investigadora holandesa con la que compartía horas de laboratorio. Como una diosa heredera de la cultura germánica, esta rubia de enormes proporciones en todos los aspectos de su anatomía se desplazaba de un lado a otro de la ciudad subida a horcajadas en su motocicleta de gran cilindrada, despertando mucha curiosidad y otros sentimientos inconfesables en la comunidad de investigadores que residíamos allí.
¿Te llevo? Esa pregunta me pilló por sorpresa, pues no esperaba si quiera que se hubiera dirigido a mí en ningún caso. La respuesta fue inmediata y afirmativa y tras dejarme un casco me dispuse a meter los libros en uno de los maletines que la moto tenía en los costados. Liberado del peso me subí a la moto. Elrieke me propuso sin timidez que me podía aferrar a su cintura en el caso de que sintiera inseguridad durante el trayecto. En efecto, no era consciente de que su proposición estaba a punto de costarme la vida.
Arrancó con brusquedad e instintivamente me agarré sin pudor rodeándola con ambos brazos. Mis pulgares rozaban la base de sus enormes pechos y mi entrepierna se puso de fiesta al notar cómo la punta de lo que se ha convertido en el rigor de mis desdichas, rozaba con la base de su coxis. Es decir, mi polla se rozaba contra su rabadilla y le estaba tocando las tetas disimuladamente, con lo que empecé a sentir una excitación que iba en aumento, como en aumento iba el tamaño de mis respetables atributos.
Curva a la izquierda, ligero desplazamiento de la masa pectoral y dos dedos más que sentían el mullido tacto de la piel que imaginaba tan blanca como suave. Curva a la derecha y contrapeso con pequeño desplazamiento de caderas e intenso rozamiento de su retaguardia, que provocaba que la cremallera de mi pantalón rascara el glande de mi erecto proel acentuando la excitación que me tenía la borde del paroxismo.
Se desvió para entrar en una gasolinera y descendió de la moto dibujando un amplio arco con su pierna que casi dejaba a la altura de mis ojos la cueva del placer que permanecía oculta tras las costuras de la entrepierna de su pantalón de cuero marrón. Quitándose el casco dejó al descubierto una pícara sonrisa y me preguntó si necesitábamos algo más de la tienda de la gasolinera. Ese “algo más” lo interpreté con una invitación a continuar en su casa o en la mía y fue entonces cuando sucedió. Elrieke entró en la tienda y yo excitado como alce en tiempos de berrea empecé a sentir fuertes sacudidas que no provenían de otro sitio que de mí mismo.
En unos instantes me vi de nuevo hecho una mantis pero estaba cubierto por el casco que ante la ausencia de cabeza y cuerpo, había caído sobre el sillín de la moto dejándome a mí debajo y atrapado. Aún sin tiempo para darme cuenta de lo acontecido noté como se hacía la luz. Elrieke había vuelto. Extrañada por mi ausencia, cogió el casco dejándome al descubierto. Mi alegría se transformó en horror cuando vi en sus ojos la ira del instinto asesino y cómo agarraba la revista que había comprado, la hacía un tubo y la levantaba con todas su fuerza para asestarme un golpe definitivo. Sus gritos en inglés se podrían traducir como “fuera de aquí bicho asqueroso del demonio”, con lo que deduje sin dilación que tales lindezas estaban dedicadas a mí y que pretendía mi exterminio. Alcé el vuelo con toda la rapidez que fui capaz de desarrollar y me alejé todo lo que pude de aquel cadalso con ruedas.
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