A casa por Navidad
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CAPÍTULO 5
La Navidad no me gusta. Es cierto que hay mucha gente que anhela este tiempo por lo que supone, el regreso al hogar, la familia, los amigos de toda la vida, comprar regalos, la lotería, beber como los peces en el río, comer como cerdos vietnamitas, etc... pero precisamente por todo esto hay mucha otra gente que se siente como yo, en la obligación de ser feliz por cojones en Navidad y no, no me gusta que me obliguen a nada y menos a sentirme bien porque lo diga el del turrón, el del cava o el de las muñecas de Joki Preciosi.
Las primeras Navidades después de que me bebiera aquella Fanta radioactiva supuso mi regreso a casa tras muchos meses a miles de kilómetros. La familia deseaba verme y enseñarme por el pueblo, es lo que tiene cuando te conviertes en un personaje popular tan solo por vivir en Japón. Uno también se puede imaginar por ello, de qué tipo es el pequeño pueblo de donde procedo. Desde aquella tarde de Nochebuena me iban a recordar por otros motivos muy diferentes.
Nada más entrar por la puerta de casa me encontré con mis padres, mi abuelo, mi hermano, mis tíos, mis padrinos de bautismo, los vecinos de la casa de al lado, el maestro que me dio clases durante el EGB, el tendero del colmado de la esquina, la farmacéutica, el párroco y con Sara. Al más puro estilo berlanguiano, estaban todos en mi casa como esperando verme entrar vestido de samurái o quizá con kimono y mascarilla, o vaya usted a saber cómo, porque con esta gente nunca se sabe. Pero estaba Sara, la reina de mis fantasías de adolescencia, la singular amazona que soñaba subida a horcajadas sobre mi pelvis, la Venus emergente de una concha que no era otra cosa que mi deseo y mi pasión. Nunca me había hecho ni puto caso. Caso típico de pringao empollón despreciado por morenaza tetona y ligerita de cascos muy popular entre los guays del instituto. Como se puede comprobar, todo muy telefilm Disney, pero tal cual, a veces, es la vida misma. El caso es que allí estaba, con ese cuerpo de azafata del sorteo de la ONCE, y con los pezones como para picar hielo a causa de la corriente de aire frío que se coló en casa cuando abrí la puerta. Lo ajustado de su suéter puso de manifiesto tal circunstancia, y mis ojos se fueron directos en cuanto vi que sus tetas habían puesto las largas.
Besos, achuchones y felicitaciones variadas del resto de mi comité de recepción, dieron paso a su particular manera de recibirme, quedándose para el final, reservándose como postre, la muy zorra.
Tan solo me susurró al oído, “cuánto me alegro de verte”, y su aliento en mi oreja derritió hasta el cerumen del tapón que tengo en el oído derecho y que me había hecho ver las estrellas en el avión por aquello de la presión durante el vuelo. Empecé a sentir los primero síntomas; primero el cosquilleo en el estómago y la sonrisa bobalicona, después el flaqueo de piernas y por último una erección del tamaño de la columna de un molino de energía eólica. Lo que vendría después ya lo sabía de sobra, estaba a punto de volver a mutar.
No podía permitir que eso sucediera delante de todo el gentío que se había dado cita en mi casa, así que corrí hacia el cuarto de baño y me encerré a esperar a que se produjera en la más absoluta intimidad. Y sucedió, vaya si sucedió. Delante del espejo del armarito romi me vi trasformado en mantis, con mi superpepino colgando entre las patas. Allí subido en el lavabo, junto al bote de Barón Dandy de mi padre y la laca Nelly de mi madre, observé el aspecto que presentaba, verde, espigado y tremendamente bien dotado. Sabía por la experiencia que para volver a ser yo debía volver a excitarme, era la única manera de recuperar mi aspecto humano. Así que intenté concentrar pensado en mujeres exuberantes, en tías macizas, en desconocidas ardientes y lujuriosas, pero no podía. Pensé en las tetas de Rafaella Carrá (de niño soñaba con ella. Todo culpa de mi madre que tiene la discografía completa en español e italiano) pensando que al estar en casa sería la mejor de las fuentes de inspiración. Intenté volver al susurro de Sara, pero no era capaz de concentrarme. Decidí entonces masturbarme. Este pedazo de tubería reaccionaría al roce y al frotamiento. Con las patas de delante imposible, demasiado cortas y no me puedo doblar tanto. Acerqué mis alas en pura contorsión y empecé a aletear dulcemente a los lados de mi miembro, pero no había forma de hacerse una paja con los ruidos tras la puerta y las insistentes llamadas para que saliera, que Papá Noel estaba en la plaza del Ayuntamiento y todo el pueblo se había reunido allí.
El miedo a que tiraran la puerta abajo me hizo abandonar el baño por la ventana, que tenía media hoja abierta gracias a que alguien había estado minutos antes poniendo un huevo. He de añadir que el sutil aroma que aún quedaba tampoco me permitía pensar adecuadamente para poder levantar el bazoka, pero mejor dejar un lado estos detalles que no vienen al caso.
El golpe de frío de la calle me pilló por sorpresa y caí cual fardo sobre la acera. Apenas podía desplegar las alas, casi escarchadas, y pensé que moriría congelado si no encontraba algún lugar en el que refugiarme. Fue entonces cuando una señora y su hijo de corta edad pasaron por mi lado camino de la plaza. Con esfuerzo sobremantis conseguí colarme en la capucha del abrigo del niño, y me oculté buscando calor e invisibilidad.
Al poco llegamos a la plaza. Podía oír a todos los del pueblo hablar entre ellos, saludarse y comentar lo grande que está tu niño y qué guapa que está la tuya. Habían acudido todos en familia, con los verdaderos interesados, los zagales que querían ver a Papá Noel, sentarse en sus rodillas y largarle el listado de juguetes que querían, fuera a ser que los Reyes Magos anduvieran cortos de presupuesto por los tiempos que corren.
El caso es que yo debía salir de la capucha para solucionar mi situación. Cuando conseguí recobrar algo de fuerza y temperatura, asomé las antenas por el borde de la prenda y aterrorizado comprobé que Rubén, mi niño de acogida, caminaba con paso firme hacia las rodillas del señor Noel. Tomé la decisión de abandonar mi capullo acrílico justo en el momento en el que aupaban al niño para sentarlo en las rodillas. El impulso y mi incapacidad para medir distancias me hicieron salir despedido desde la capucha hasta aterrizar en las barbas postizas de Gerardo, el Teniente Alcalde que siempre se ofrece a disfrazarse en estas fechas, que se apercibió de que algo había pasado porque empezó a atusarse las barbas con fruición. Pensé que llegaba mi fin, que me notaría y a manotazos acabaría conmigo, pero la insistencia de Rubén en que le asegurara que le iba a llevar esa noche el Furby y la Wii y la colección de Transformers, y todo lo que había pedido le hizo detener el movimiento y concentrarse en revolver el cabello de mi inocente salvador tratando de apaciguarlo.
Me relajé, me arrebujé entre los suaves pelos sintéticos del postizo de Gerardo, entré en calor, pues me llegaba la congestión que el hombre estaba sufriendo por la escasa transpiración del traje que el concejal de festejos había comprado en los chinos sumada a la tensión de aguantar las ganas de arrearle a Rubén por lo impertinente que se estaba poniendo. Un súbito apagón hizo a la gente gritar y al alcalde asegurar al instante que sería cosa de dos minutos el que estuviera solucionado. Calentito y a salvo me sentí medio adormecido y empecé a notar como los pelillos de la barba me hacían cosquillas en la punta del cohete. Que tonto me estaba poniendo, qué gustirrinín. La imagen de las chinchetas de Sara apuntando hacia mí y el recuerdo de su aliento en mi oreja terminaron por desatar la reacción que debí neutralizar de inmediato pero que no pude controlar. En ese mismo instante se recobró el suministro de energía y lo que siguió prefiero no recordarlo, pues es muy duro recrear un momento tan delicado. Ahí estaba yo, en el regazo de Papá Noel, desnudo y empalmado como el duque de las islas Baleares. Jamás podré olvidar los gritos de estupor, las manos de las madres tapando los ojos de los críos y por supuesto la cara de mis padres, hermano, tíos, padrinos de bautismo, maestro del EGB, farmacéutica y párroco, durante y después de lo acontecido. Gerardo aún sigue de baja por ansiedad.
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