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Conociendo a los míos (parte I)

 

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CAPÍTULO 6

Mucho me estaba costando conocer los pormenores de mi situación y mis comportamientos, y en muchos casos, el aprender a base de experiencias reales, me estaba suponiendo pasar por momentos tremendamente dolorosos y peligrosos para mi integridad. Una vez identifiqué como causa más que probable que la excitación sexual produjese el inicio de cada mutación, decidí andarme con mucho tiento con eso de ponerme verraco. Me pajeaba a solas, con la habitación cerrada y fortificada, evitando espejos o superficies que me devolvieran el reflejo de lo que en ese momento era, en lo que me convertía cada vez que se me alegraba el cimbel.  Bien es cierto que las pulsiones eran increíbles, llegaba a unos puntos de placer nunca antes alcanzados y me preguntaba si algo parecido era lo que sentían esos que practican sexo extremo, haciendo burradas como la de ponerse la bolsa en la cabeza arriesgando el pellejo a cambio de una buena corrida. Mangüela tras mangüela fui averiguando que también había momentos de pérdida de consciencia. 

 

Al principio me costaba mucho concentrarme en observarme. Con la verga dura como el titanio y el gusto que sentía al frotármela como humano y el regusto olímpico que experimentaba al masturbarme como Mantis, era del todo imposible centrarme en reconocer los diferentes estadios de mis mutaciones. A base de pelármela con denuedo descubrí algunos patrones de comportamiento que, llegado el momento, podrían salvarme de situaciones embarazosas, pero no alcancé certeza alguna de que siempre sería del mismo modo. Con lo que nunca había contado era con los sueños eróticos. No pensé en qué pasaría si tenía un sueño que me la empinara, y la primera vez que ello sucedió me llevó de bruces a conocer a la rama más verdosa de los familiares adquiridos involuntariamente.

 

La primavera llegó reventona. De golpe y porrazo cesó el frío y se dulcificaron las lluvias. Controlados chaparrones de lluvia fina dejaban paso a cielos despejados con un sol del todo reconfortante. Tras una semana de duro trabajo casi sin ver como caía la noche día tras día, llegó un domingo de esos de telefilm sestero, temperatura suave, ligera brisa, sol generoso,… y ante mí el jardín de mi nueva vecina, Rose Ellen Lee Preston, una investigadora tejana que estaba para matarse a pajas, porque otra cosa ni se me pasaba por la cabeza.

 

El viento de días anteriores había sacudido el tendal donde amorosamente colgaba mi colada semanal, lanzando mi camisa favorita al césped de la doctora Lee. No había forma de coincidir con ella para pedirle acceso al jardín y me daba pánico el hacerlo, pues me ponía mogollón y no quería que sucediese algo que probablemente sucedería si me aproximaba mucho.

 

Ese domingo la portezuela que separaba su jardín de la puerta trasera de mi apartamento estaba abierta. Dudé tan solo unos segundos y con la misma brevedad decidí entrar a recuperar la camisa y volver a casa. Ya tenía la prenda entre mis manos cuando un movimiento al otro lado del cristal de la ventana de su cocina llamó mi atención. Fijé la vista y me quedé paralizado ante el espectáculo que estaba teniendo lugar ante mis ojos. Dos botas tejanas ricamente labradas, con punteras afiladas me señalaban arrogantes. Entre ellas algo más de un metro de separación pero ambas reunían sus fuerzas gracias a la prolongación de sendas piernas que tan solo me dejaban ver las rodillas y que las usaban como punto de apoyo. Entrecerré los ojos para ver con más definición los diferentes volúmenes que se movían con cierta cadencia, y una vez armado el puzle visual tuve la erección más rápida y violenta que jamás recuerde.

 

Rose Ellen Lee estaba tumbada sobre la encimera de la cocina, con las piernas arqueadas, calzada con las botas como única prenda de vestuario. Su espalda apenas rozaba la superficie donde se hallaba, pues igualmente arqueada, solo se apoyaba sobre la base de las nalgas y las escápulas, formando un arco casi perfecto rematado en la parte superior derecha por los pechos más deseables que se puedan imaginar, con los pezones como timbres de recepción de hotel. Sus manos sujetaban con firmeza la melena de una cabeza que estaba sumergida en su sexo, y que parecía que negase con fruición por el movimiento en zigzag que realizaba.

 

Para decirlo de una manera algo más prosaica, menuda comida de coño le estaban haciendo, porque parecía que se iba a quebrar la espalda por la curvatura que estaba adquiriendo y por la manera en la que no permitía que la gestora de ese placer se detuviese. Lo que definitivamente activó mi particular Cabo Cañaveral a punto de poner en órbita mi Apolla XIII, fue reconocer a Naruki Sakara como la pertinaz negadora, secretaria personal de mi director de tesis. En décimas de segundos, el pantalón de chándal que llevaba se convirtió en una tienda de campaña ladeada que se desinfló súbitamente en cuanto muté. Tal fue la erección que tuve que aún se mantenía presente cuando me convertí de nuevo en Mantis. Parecía totalmente la L de los coches de autoescuela hecha insecto, cosa que no pasó desapercibida ante los ojos compuesto de un macho de mi especie que me observaba emboscado en el parterre de las hierbas aromáticas. 

 

OTROS CAPÍTULOS

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
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