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MI PRIMERA HOSTIA

Cuando yo era pequeña mi padre ya era mayor. Era un viejo caduco sin intención de aspirar a entender lo que le decía. Sus mejores maneras de hacérmelo saber era pegándome «un par de hostias bien dadas», a su entender, porque así, creía él, se me metería en la cabeza lo que con palabras no entraba.
 
La primera vez que oí la palabra sado, y tuve conciencia de ello, tenía alrededor de veinticinco años. Mayor, es cierto, pero con el anticipo que os he hecho no es de extrañar que toda mi vida anterior hubiera sido la de una chica remilgada y asustadiza del sexo debido al miedo que mi padre me profesaba.
 
No la oí por casualidad, fue un tipo al que conocí por internet el que me propuso un juego que me llamó mucho la atención y, debido al reto que me planteaba y a lo desconocido que todo esto era para mí, decidí aceptar.
 
Al principio todo era extraño y divertido. Quedamos la primera vez en una discoteca y estuvo muy cariñoso conmigo. La segunda cenamos en un restaurante de moda y empezó a alertarme de que no debía seguir quedando con él, pese a que era él el que me había llamado las dos veces. No tenía miedo y el tipo me gustaba, era todo un caballero y yo empecé a quedar con él con bastante asiduidad. Me dejaba llevar porque sus peticiones rondaban más bien lo gracioso. Se empeñaba en que debía hacer lo que él me pidiera y yo aceptaba, pues no pasaba de quitarme la ropa interior en el baño de un restaurante o de comerle la polla en lugares donde era más que probable que alguien nos pudiera ver, incluso recrearse con la escena.
 
Los primeros días pensé que esto me gustaba, que yo había nacido para obedecer porque en mi vida, en mi trabajo, en mi círculo social, solía ser yo la que dirigía las situaciones más o menos conflictivas. En resumen, estaba cansada de tomar decisiones de toda índole y ser la que dirigiera los pasos del resto del mundo que cohabitaba a mi alrededor y en este nuevo entorno sexual prefería dejarme llevar a tener que seguir llevando la iniciativa.
 
La primera hostia. Jamás lo olvidaré. Estábamos en la puerta de un pub en el que nos habíamos tomado un par de copas y ya nos disponíamos a marcharos a casa. Me pidió, con mucho cariño y delicadeza, como siempre, que me desnudara y, completamente en bolas, me arrodillara para cumplir con mis tareas de mujer sumisa.
 
Por supuesto me reí, me negué y le propuse irnos a su casa donde haría todo lo que él me pidiera. No funcionó. Su mano, a la velocidad del viento, apareció como de la nada y chocó contra mi mejilla con tanta violencia que tuve que cogerle del brazo para no caer de espaldas por el impacto. La huella de su paso por mi cara tenía forma de falanges enrojecidas marcadas sobre el tapiz pálido que en ese momento cubría mi rostro.
 
Transcurría piadoso el mes de febrero y la humedad del ambiente ganaba la partida a las plácidas copas de vino que habíamos tomado. La escarcha brillaba en los cristales de los coches como agujas de acero y, aun así, cumplí con mi cometido. Me quité el abrigo sintiendo el frío en el alma, me bajé el vestido a la altura de las caderas y desabroché mi sujetador dejándolo caer ante sus lustrosos zapatos. Me arrodillé, todavía humillada por mi insensatez, y me dispuse a ofrecerle todo lo que me pedía.
 
No fue nada placentero. Mis lágrimas se mezclaban con la saliva que mi propia boca generaba y con los jugos que él me regalaba. Pero lo conseguí. Él se sintió satisfecho pese a mis temblores provocados por el frío y la degradación sufrida y me levantó de un tirón para abrazarme larga y apasionadamente.
 
Bien hecho, pequeña, me dijo. Gracias, le dije yo todavía alucinada con lo que acababa de hacer. Eres la mejor, me dijo. Y yo me lo creí. Y creo que esa fue mi perdición. A partir de ese momento sus peticiones se hicieron bastante más decadentes pero no me importaba, yo siempre le complacía con disciplina propia de la mejor sumisa.
 
Tras esa hostia vinieron más. De hecho fueron muchas y yo no me quejaba. Te puedes preguntar por qué, y la respuesta sería que porque me gustaba. Me di cuenta que lo que más deseaba era potarme mal, hacer cosas que a él no le gustaban para que me reprobara e intentara disciplinarme. Desde aquel primer golpe en el que mojé mis bragas sin darme cuenta, fui consciente de que lo que más me excitaba era verlo con el puño levantado dirigiéndose hacia mí. O cuando me pegaba con su propia polla en la cara después de haberse corrido en mi cara. Me ponía muchísimo, abría un pasadizo en mis emociones que me aletargaban hasta el momento de la explosión. En ese momento despertaba para correrme de un manotazo, o de la suma de muchos, en los lugares más insospechados, por mi mal comportamiento.
 
Mis mejores, y únicos orgasmos, comenzaron a llegar cuando me golpeaba. Sus azotes correctivos, sus humillaciones en público, sus degenerados polvos y sus violentas escenas en privado se convirtieron en el máximo placer para mí y no lograba conseguir un orgasmo sin dolor.
 
Mi momento de máxima degeneración y plena satisfacción sexual llegó el día en el que decidió compartirme con amigos, amos todos ellos. Al principio solo me pegaban y, aunque con muchísimo dolor, lo aguantaba. La cúspide del placer la alcancé cuando dos de ellos me follaban a la vez, mientras mi hombre me besaba con tanta dulzura que apenas sentía la paliza a la que me sometía un cuarto desconocido pellizcándome los pezones con tanta fuerza que pensé que me los iba a arrancar. Sería incapaz de concretar las veces que era capaz de correrme ante tal decadencia personal pero lo cierto es que lo estaba haciendo. Cuatro hombres vejándome al mismo tiempo y yo disfrutando cual perra.

 

                                                                                                                          Cándida

 

 

Relato erótico

 

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